El pasado 4 de abril, sesionó
en la ciudad de Tunja el Cabildo Abierto por la Paz, y aunque lo intente en
tres oportunidades, no pude por diversas circunstancias, dirigirme a un
auditorio que con enorme entusiasmo atiborro el recinto del Concejo Municipal.
Es por tal motivo, que me
permito en las siguientes líneas, enunciar algunos de los aspectos que hacían
parte de mi frustrada disertación, con el ánimo de promover una reflexión, a la
que estamos obligados en la presente coyuntura.
Con la seguridad de no ser
aguafiestas, debo resaltar, que una vez suscritos los Acuerdos de La Habana, a
la paz se le colgaron todos, unos por
convicción y otros por oportunismo, unos para promoverla y otros para sofocarla.
En la derecha y algunos
sectores de centro, la paz es asumida como una dama de compañía que debe lucirse
en todo evento y con mayor razón en tiempo electoral, con el objetivo evidente de
oxigenar el maltrecho modelo neoliberal.
Un propósito en el que
adquiere importancia sustantiva, evitar que las protestas y movilizaciones
populares, generen un estado de indignación colectiva que incentive desde abajo incómodos procesos de maduración
política.
Es de todos sabido, que las luchas
populares “…son procesos de subjetivación en los cuales los de abajo se dan
cuenta de su fuerza y de su potencia para transformar la realidad…”; razón por
la cual, el establecimiento se apresura a silenciarlos.
De ahí la necesidad de
estimular la unidad de la Izquierda y su trabajo mancomunado con las
organizaciones sociales, pues solo a través del empoderamiento popular, se garantiza
que las transformaciones sociales, económicas, políticas e institucionales que
la paz exige sean posibles.
No veremos la paz sin el
apoyo de una creciente mayoría social y popular, que sea protagonista en la construcción
de una sociedad diferente, a esa que las élites defienden generando todo tipo
de desigualdades e injusticias.
Esa consigna que recorre
España, exigiendo “…mantener un pie en las instituciones y mil en las calles…”
adquiere en Colombia plena vigencia, porque con ella se enarbola la pluralidad
que signa la lucha política y social.
Son esos espacios de
resistencia, los que permiten que la cultura allí forjada, se convierta en el instrumento
a través del cual se transfiere al proceso de cambio, la vitalidad necesaria
para garantizar que sea permanente.
Si hoy no asumimos el
compromiso de construir desde abajo esa
nueva hegemonía, nuestro sueño de cambio y paz será tan solo eso, y Colombia
continuará siendo el territorio electorero del que pelechen los sectores de
derecha y centro, reproduciendo la inequidad y corrupción de siempre.
La paz tiene ineludiblemente
sabor a Pueblo, y es únicamente con el Pueblo convertido en sujeto por el
cambio, que es posible que ésta pueda llegar a ser estable y duradera.